jueves, 16 de abril de 2009

El Precio del Oro

En dólares y sufrimiento, el precio del oro jamás ha sido más elevado.

La fascinación por el oro domina esta calle de Chennai en septiembre debido a la temporada de matrimonios. La India es el principal consumidor del codiciado metal, que sus ciudadanos adquieren tanto como inversión como con fines de ornato.

Como muchos de sus antepasados incas, Juan Apaza está poseído por el oro.

Mascando un puñado de hojas de coca para paliar el hambre y la fatiga, el peruano de 44 años se dispone a descender por un gélido túnel andino abierto a 5 100 metros de altura donde trabaja sin salario en una mina excavada bajo el glaciar que domina La Rinconada, la población de mayor altitud en el mundo.

Durante 30 días se expone a los riesgos que han cobrado las vidas de muchos colegas: explosivos, gases tóxicos, túneles colapsados, todo para extraer un metal que el mundo codicia. Apaza hace esto para que, llegado un día especial de cada mes, disponga de cuatro horas o poco más para arrastrar y cargar toda la roca que sus hombros cansados puedan resistir. Un saco de piedras que puede contener una pequeña fortuna o, como ocurre las más de las veces, apenas unos cuantos gramos de oro: el día del cachorreo, que hace las veces de salario en el antiguo sistema de lotería que prevalece en las alturas de los Andes.

Apaza aún espera un golpe de suerte. “Tal vez hoy me encuentre el grande”, comenta con una amplia sonrisa que deja relucir un único diente de oro. Para mejorar sus probabilidades, el minero ya le “pagó a la Tierra”: en la entrada de la mina depositó una botella de pisco, el licor local; puso unas cuantas hojas de coca bajo una piedra y, varios meses antes, un chamán sacrificó un gallo en la cumbre sagrada. Ahora, yendo hacia el túnel, murmura una oración en su nativo quechua a la deidad que protege la montaña y al oro que yace dentro.

“Es nuestra Bella Durmiente –dice Apaza señalando con la cabeza la sinuosa curva de un campo nevado en las alturas–. Sin su bendición, nunca encontraríamos oro. Ni siquiera saldríamos vivos de aquí”.

No es exactamente El Dorado. Pero, por más de 500 años, los brillantes surcos atrapados bajo el hielo glacial, a cinco kilómetros sobre el nivel del mar, han atraído a incontables personas a este lugar de Perú. Primero los incas, quienes veían al siempre lustroso metal como “sudor del Sol”; después los españoles, cuya ambición de oro y plata precipitó la conquista del Nuevo Mundo. Pero no es sino hasta ahora, cuando el precio del oro se dispara (en los últimos ocho años ha aumentado 235 %), que 30 000 personas han invadido La Rinconada, transformando un solitario campamento de exploradores en una aldea improvisada en el techo del mundo, en una de las fronteras de un fenómeno por demás moderno: la fiebre de oro del siglo XXI.


Ningún otro elemento ha seducido y atormentado tanto la imaginación humana como el destello del metal identificado con el símbolo químico Au.

Desde hace miles de años, el deseo de poseer oro ha llevado a la gente a los extremos, precipitando guerras y conquistas, fortificando imperios y monedas, devastando montañas y bosques. El oro no es indispensable para la existencia humana y, de hecho, tiene muy pocas aplicaciones prácticas. Aun así, sus principales virtudes –una densidad y maleabilidad inusuales, además de un brillo permanente– lo han convertido en uno de los valores más codiciados del mundo, símbolo trascendental de belleza, riqueza e inmortalidad. A lo largo de la historia, casi todas las sociedades han investido al oro de un poder casi mítico: desde los faraones, que insistían en ser enterrados en lo que llamaban “carne de los dioses”, pasando por los gambusinos, cuya enloquecida fiebre forjó el oeste de Estados Unidos, hasta los financieros, que, siguiendo el consejo de sir Isaac Newton, convirtieron el metal en el cimiento de la economía global.

Este enfermizo apego del hombre no debió haber sobrevivido en el mundo moderno. Pocas culturas aún creen que el oro confiere vida eterna y todos los países del orbe han prescindido de su estándar, que John Maynard Keynes despreciara como “una reliquia de la barbarie”. Pero su lustre no sólo perdura sino que, impulsado por la incertidumbre global, se hace cada día más fuerte. Su precio, que oscilaba alrededor de 271 dólares la onza el 10 de septiembre de 2001, se disparó a 1 023 dólares en marzo de 2008 y es posible que vuelva a superar este tope. Además de la extravagancia, el oro ha retomado su función como “puerto seguro” durante tiempos difíciles.

Mientras los inversionistas recurren en tropel a los nuevos fondos respaldados en oro, la joyería, sector que en 2007 generó un récord mundial de ventas de 53 300 millones de dólares, todavía representa dos terceras partes de la demanda. Movidos por esta cifra, los activistas estadounidenses han emprendido una campaña denominada No Dirty Gold (“No al oro sucio”), cuya intención es persuadir a los joyeros más prominentes de abstenerse de comerciar con el metal obtenido en minas que causan graves daños sociales y ambientales. Pero estas inquietudes no les interesan a las principales naciones consumidoras, es decir, la India, cuya obsesión por el oro tiene profundo arraigo cultural, y China, que en 2007 sobrepasó el consumo estadounidense situándose como el segundo comprador de joyas más importante en el mundo.

A pesar de todo el atractivo del oro, las víctimas humanas y ambientales jamás habían sido tantas. Parte del problema, y de la fascinación, estriba en que hay muy poquito. En toda la historia, sólo se han extraído 161 000 toneladas de oro (apenas suficiente para llenar dos piscinas de tamaño olímpico) y más de la mitad fue extraída en las últimas cinco décadas. Los depósitos más ricos del planeta se agotan rápidamente y cada vez es más difícil hallar nuevas vetas. Casi todo el oro que falta por explotar yace enterrado en minúsculas cantidades en aislados y frágiles rincones del planeta. Es una invitación a la destrucción. Pero no faltan los mineros, grandes y pequeños, dispuestos a aceptar.

En un lado de la balanza se encuentran los ejércitos de inmigrantes pobres que convergen en minas a pequeña escala, como La Rinconada. Según datos de la Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial (UNIDO, siglas en inglés), en todo el mundo hay entre 10 y 15 millones de mineros “artesanales” que operan desde Mongolia hasta Brasil. Usan métodos rudimentarios que poco han cambiado con el paso de los siglos, producen aproximadamente 25 % del oro del mundo y dan sustento a un total de 100 millones de personas. Para esos mineros, es una actividad vital, pero también es mortal.

Los efectos nocivos del mercurio son igualmente peligrosos para los mineros de pequeña escala, quienes lo utilizan para separar el oro de la roca, diseminando veneno en forma de gases y líquidos. UNIDO calcula que un tercio del mercurio dispersado en el ambiente por los humanos procede de la minería artesanal del oro. Esto hace que lugares como La Rinconada sean una especie de Shangri-La a la inversa: la búsqueda de un metal vinculado con la inmortalidad sólo contribuye a acelerar la mortalidad del minero.


Del otro lado de la balanza se encuentran las descomunales minas a cielo abierto explotadas por las compañías más grandes del mundo, que con sus ejércitos de máquinas colosales producen tres cuartas partes del oro mundial. Aunque ciertamente crean empleos y llevan tecnologías y desarrollo a lugares muy apartados, estas operaciones generan más desperdicio por onza que las de cualquier otro metal, y la explicación estriba en sus pasmosas desproporciones. Las llagas en la Tierra son tan descomunales que pueden verse desde el espacio y, no obstante, las partículas extraídas son tan minúsculas que, muchas veces, 200 de ellas cabrían en la cabeza de un alfiler. Incluso en minas ejemplares, como Batu Hijau, operada por Newmont Mining Corporation, al oriente de Indonesia, donde la empresa ha invertido 600 millones de dólares para mitigar el impacto ambiental, es imposible evitar el cálculo brutal de la extracción de oro. Aquí, obtener apenas una onza de oro (cantidad suficiente para producir un anillo de matrimonio) obliga a extraer más de 250 toneladas de roca y mineral.

Durante su infancia, en la remota isla de Sumbawa, en Indonesia, Nur Piah escuchó anécdotas de vastas cantidades de oro enterradas en las montañas de las selvas tropicales. Dejaron de ser leyendas cuando los geólogos de la minera estadounidense Newmont Mining Corporation hallaron una extraña roca verde cerca de un volcán inactivo, a 12 kilómetros de su casa. El musgoso color anunciaba la presencia de cobre, ocasional compañero del oro, por lo que muy pronto Newmont comenzó a excavar la mina hoy conocida como Batu Hijau, nombre indonesio que significa “piedra verde”.

Por entonces, Nur Piah, de 24 años, respondió a un anuncio de Newmont que solicitaba “operadoras”, creyendo que su trato cordial le permitiría conseguir empleo como telefonista. Cuando esta hija de un clérigo musulmán llegó para la capacitación, su jefe le mostró una oficina por demás inesperada: la cabina de un Caterpillar 793, uno de los camiones mineros más grandes del mundo. Con 6 metros de altura y 13 de largo, el vehículo era mucho más grande que su propia casa; tan solo las ruedas tenían el doble de su estatura. “El camión me horrorizó –recuerda Nur Piah, quien poco después recibió otra sorpresa al ver el primer corte practicado en la mina–. ¡Le habían arrancado la piel a la Tierra! Pensé: ‘La fuerza que haya hecho eso debe ser muy poderosa’”.

Diez años después, Nur Piah es parte de esa fuerza. Su camión forma parte de una flota de 111 vehículos que cada año transporta alrededor de 100 millones de toneladas de roca extraídas del suelo. ¿Y qué fue del volcán de 550 metros de altura que dominó el paisaje de este lugar durante un millón de años? No queda ni rastro. El espacio que antaño ocupara se ha convertido en un pozo de 1500 metros de ancho que alcanza 105 metros bajo el nivel del mar. Dentro de los próximos 20 años, cuando se agoten las reservas de Batu Hijau, la fosa habrá alcanzado una profundidad de 450 metros bajo el nivel del mar.

Con todo, hay algo que aún intriga a Nur Piah: luego de una década en Batu Hijau, jamás ha visto un grano del oro que ayuda a extraer de la mina. Los ingenieros que monitorean el proceso rastrean su presencia en los compuestos de cobre a los que se adhiere. Y como envían el oro a fundidoras extranjeras en concentrados de cobre, nadie en Sumbawa ha visto nunca el tesoro oculto que transformó la isla.


Presionadas por los crecientes precios del oro y el agotamiento de los depósitos de Estados Unidos, Sudáfrica y Australia.

Las compañías mineras más grandes del orbe buscan oro en los confines más recónditos de la Tierra, pero pocas han tenido una expansión global más agresiva que Newmont, el gigante de Denver que en la actualidad opera minas a cielo abierto en cinco continentes, desde los altiplanos de Ghana hasta las cumbres de Perú. Seducida por los beneficios de operar en los países en desarrollo (menores costos, rendimientos más altos y menos reglamentos), Newmont ha generado decenas de miles de empleos en regiones pobres, pero también ha sido blanco de acusaciones que abarcan desde la destrucción ecológica hasta la reubicación forzada de los lugareños.

En su mayoría, la población de Sumbawa está formada por agricultores y pescadores que habitan chozas de madera construidas sobre pilotes y que permanecen prácticamente aislados del mundo moderno. Sin embargo, dentro de los confines de Batu Hijau, Newmont ha creado un suburbio de estilo estadounidense en el corazón de la selva, donde viven 2 000 de sus 8 000 empleados. Sobre las calles perfectamente pavimentadas hay un banco, una escuela internacional e incluso un centro de transmisión que produce el canal televisivo interno de Newmont. Las familias viajan en SUV para disfrutar de una noche de pizza gratis en el restaurante del campo de golf.

Los elevados precios y avances tecnológicos permiten que las empresas extraigan partículas microscópicas de oro de manera rentable; en Batu Hijau, Newmont utiliza una metodología de flotación muy minuciosa y no tóxica para separar de la roca la amalgama de oro y cobre, a diferencia de los sistemas que aplica en otras de sus minas, como la potencialmente tóxica “lixiviación por montones” con cianuro. De cualquier manera, no hay técnica que haga desaparecer mágicamente el desperdicio masivo generado por la minería. En menos de 16 horas se acumulan más toneladas de desperdicio que todas las toneladas de oro extraídas a lo largo de la historia humana. Los restos tienen dos presentaciones: rocas de desecho, que se amontonan en montañas aplanadas dispersas en lo que solía ser una prístina selva tropical, y residuos minerales, producto del procesamiento químico, que Newmont arroja al fondo del mar.

Newmont sólo utiliza el método de “dispersión submarina de residuos minerales” en su mina de Indonesia, ya que en la mayor parte de los países desarrollados está prohibido debido al daño que los metales pesados causan al ambiente marino.

Tal vez las profundidades del mar no tengan muchos defensores, pero las selvas tropicales sí. Quizás por ello, más que por los desechos submarinos, las montañas de roca desperdiciada en Batu Hijau continúan alimentando los conflictos al interior del gobierno indonesio. El departamento ambiental de Newmont, integrado por 87 elementos, hace hincapié en sus esfuerzos por recuperar las montañas de roca de desperdicio, cubriéndolas con tres metros de tierra y dejando que la selva se adueñe de ellas. Pero, por supuesto, nada podrá devolver su estado original a la selva, por lo que Newmont enfrenta otra dificultad: tras una década de operaciones, empieza a quedarse sin espacio para los desechos de Batu Hijau. Hace tres años, la empresa solicitó la renovación de un permiso para despejar otras 32 hectáreas de selva que Yakarta ha denegado hasta el momento, pues los ambientalistas señalan la inminente extinción de la cacatúa de cresta amarilla de Sumbawa. Dadas las limitaciones de espacio, los camiones de carga de Batu Hijau comienzan a provocar congestionamientos de tráfico, lo cual repercute en la eficiencia de la mina. De no recibir terrenos selváticos adicionales, los representantes de Newmont amenazan con el despido de varios centenares de obreros indonesios.

Desde 1998, con la caída del dictador Suharto, los gobiernos locales y provinciales han adquirido mayor poder y empiezan a hacerse respetar.

Colaborando con los intereses empresariales indonesios, intentan tener una participación en la operación minera y decidir sobre la forma como se distribuye el ingreso. “En tiempos de Suharto, cuando fueron redactados estos contratos, no teníamos control alguno de nuestros destinos –informa el representante del Consejo del Pueblo local, Manimbang Kahariyai–. Necesitamos proteger nuestro futuro. ¿Qué quedará de nuestro ambiente cuando hayan agotado la mina?”.

Sentada en su nueva casa de la aldea de Jereweh, Nur Piah está más preocupada por su presente que por el futuro. “Muchas personas dependen de mí”, dice. Su marido gana algo de dinero vendiendo leña, pero el salario de Nur Piah (cerca de 650 dólares mensuales) costeó la construcción de la vivienda de concreto con dos pisos y, a modo de homenaje, ha colgado una gran pintura de un Caterpillar 793 en una de las paredes. Pero la labor de Nur Piah no está exenta de dificultades. Dice que maniobrar el enorme camión durante un turno de 12 horas es particularmente estresante cuando las torrenciales lluvias vuelven resbalosos los caminos escalonados de la mina, pero en este momento, al final de un largo día, sonríe con satisfacción con su hija de seis años dormida en el regazo.


Uno a uno desfilan los estuches de terciopelo que contienen adornos de oro: las joyas familiares de Nagavi, una joven hindú de 23 años que siempre supo que los luciría el día de su boda. Hija mayor del propietario de una plantación de café en el estado meridional de Karnataka, Nagavi creció deslumbrada por las ceremonias nupciales que proclaman la fusión de dos familias hindúes pudientes. Sin embargo, no es sino hasta la mañana de su matrimonio, concertado con el hijo de otro cafetalero, cuando logra apreciar la poderosa belleza de la tradición dorada en todo su esplendor.

Cuando finalmente está lista para la ceremonia, esta egresada universitaria, aficionada a los jeans y las playeras, se ha transformado en una princesa hindú resplandeciente de oro. El tocado, de exquisita factura, es tan pesado (dos y medio kilogramos de oro) que le hace inclinar la cabeza hacia atrás, aunque tres collares de oro y una docena de brazaletes sirven de contrapeso. Bajo el destello de los hilos de oro entretejidos en la trama del sari de 5.5 metros de largo, Nagavi abandona lentamente su hogar familiar y se esfuerza por mantener el equilibrio mientras lanza un puñado de arroz, en un tradicional ademán de despedida.

Los dorados tesoros que luce la novia (junto con las joyas y saris cargados en el maletero del SUV que la conducirá al salón de ceremonias) no son una dote convencional. A diferencia de lo que sucede en otras regiones más pobres del país, en el círculo de cafetaleros de la población de Chikmagalur se considera de mal gusto que la familia del novio haga exigencias explícitas. “Esta es mi ‘contribución’ a la riqueza de la familia”, dice Nagavi, contemplando sus millones de dólares en alhajas de oro. Como en cualquier boda hindú, el metal amarillo también sirve como muestra del valor que ella aporta a la unión. “Con las hijas, hay que empezar a acumular oro desde el día en que nacen –dice el padre de la novia, C. P. Ravi Shankar–. Es importante casarlas bien”.

Ningún país rivaliza con la India en cuanto a su obsesión cultural por el oro. Aunque en esta nación de 1 000 millones de habitantes el ingreso per cápita es de 2 700 dólares, desde hace varias décadas este país ha sido, por mucho, el líder mundial en la demanda de oro. En 2007, los hindúes consumieron 773.6 toneladas del metal, cifra equivalente a casi 20 % del mercado de oro global y más del doble de la adquirida por cualquiera de sus rivales inmediatos, China (363.3 toneladas) y Estados Unidos (278.1 toneladas). La India produce muy poco oro, pero sus habitantes han acumulado cerca de 18 000 toneladas del metal amarillo, más de 40 veces la reserva del banco central del país.

La fijación hindú no surge simplemente de un amor por la extravagancia o la creciente prosperidad de una clase media emergente. Para musulmanes, hindúes, sijs y católicos por igual, el oro cumple una función fundamental en casi cada aspecto de sus vidas, sobre todo durante las nupcias. Cada año hay cerca de 10 millones de matrimonios en la India y, excepto por unos cuantos, el metal amarillo es esencial tanto para el espectáculo como para la tradicional negociación entre familias y generaciones. “Está escrito en nuestro ADN –dice K. A. Babu, gerente de la joyería Alapatt, en la ciudad suroccidental de Cochin–. Oro es igual a buena fortuna”.

Dicha ecuación se manifiesta de manera más tangible durante el festival primaveral de Akshaya Tritiya que, según el calendario hindú, es el día más propicio para comprar oro. La cantidad de joyería en oro que se compra ese día (49 toneladas en 2008) sobrepasa de tal manera el volumen mundial adquirido en cualquier fecha que a menudo dispara su precio.

Sin embargo, el epicentro del consumo de oro durante el resto del año es Kerala, estado relativamente próspero en el extremo sur de la India que, con apenas 3 % de la población del país, controla entre 7 y 8 % del mercado de oro nacional. Es una distinción extraña para tratarse de una entidad administrada por uno de los únicos gobiernos marxistas electos democráticamente. El oro tiene largas raíces históricas en Kerala, puerto clave del comercio de especias que trabó contacto con el metal dorado en la antigüedad, desde la época en que los romanos ofrecían monedas a cambio de pimienta, cardamomo y canela hasta las subsiguientes oleadas de colonizadores portugueses, holandeses e ingleses. No obstante, los historiadores locales señalan que las revueltas regionales contra el sistema hindú de castas (según el cual, las inferiores sólo podían adornarse con pierdas pulimentadas y huesos) y la posterior conversión masiva al catolicismo y el islam, hicieron que el oro se convirtiera en algo más que comercio: un poderoso símbolo de independencia y ascenso social.

A pesar de su larga historia, Kerala jamás padeció un hambre de oro tan voraz como la de hoy en día. El camino desde el aeropuerto está lleno de vallas publicitarias que muestran mujeres adornadas con joyería nupcial. En la India, los principales vendedores de oro al menudeo son originarios de Kerala y 13 vastos salones de exhibición abarrotan un segmento de tres kilómetros de largo en la Avenida Mahatma Gandhi, la arteria principal de Cochin (¿qué habría dicho al respecto el célebre asceta?). Entre los consumidores más jóvenes y las clases altas, es probable que el oro empiece a ceder terreno frente a materiales algo más sutiles –y costosos– como el platino y los diamantes. Pero el apego al oro perdura, incluso cuando Kerala disfruta de mayores riquezas (gracias a la gran cantidad de obreros establecidos en el Golfo Pérsico) y educación (tiene una tasa de alfabetización de 91 %). Aunque prohibidas oficialmente, las dotes dominan toda negociación matrimonial hindú y, en Kerala, la mayor parte de dicha dote se compone de oro.

“Crecemos rodeados de oro”, comenta Renjith Leen, editor de The Week, una revista de noticias nacionales con sede en Cochin. Cuando una criatura nace en Kerala, la abuela moja una moneda de oro con miel y deja caer una gota del líquido en la lengua del pequeño para darle buena suerte. En todos los acontecimientos importantes de sus primeros seis meses de vida, desde el bautismo hasta la primera ingestión de alimento sólido, el bebé recibe joyas de oro como obsequio: pendientes, collares, cadenillas para la cintura; más adelante, cuando cumple tres años, un miembro culto de la familia usa una moneda de oro para trazar palabras en su lengua y dotarlo del don de la elocuencia.

Ninguna de estas ceremonias refleja por sí misma el estrechísimo vínculo del oro con la economía hindú. “El oro es el sustento de nuestro sistema financiero –dice Babu, gerente de una joyería–. Es la mejor forma de protección para muchos y nada permite conseguir efectivo con más rapidez”. El acopio de oro como seguro familiar es una antigua tradición hindú, lo mismo que empeñar joyas para obtener préstamos urgentes (y recuperarlas cuanto antes). Incluso la banca comercial ofrece este servicio, luego de que un intento por acabar con la costumbre precipitara revueltas y suicidios de clientes endeudados, obligando al gobierno a emitir la orden de mantener la práctica.

Sin embargo, muchos agricultores de Kerala prefieren el acceso rápido y fácil que brindan los “financieros privados”, como George Varghese, quien trabaja en su casa, unas tres horas al sur de Cochin. Casi calvo y con más de 70 años, Varghese administra cerca de medio millón de dólares mensuales en oro empeñado (o más durante las temporadas de cosecha y matrimonios). Es un negocio casi perfecto, pues aun con tasas de interés de hasta 1 % diario sobre préstamos a corto plazo, muy pocas personas incumplen el pago. Ningún hindú está dispuesto a quedarse sin su oro. “Incluso cuando la onza se cotizaba en 1 000 dólares, nadie vendió sus alhajas o monedas de oro –dice Varghese–. Es el tesoro familiar y los hindúes aspiran a seguir acrecentándolo”.

Pero, conforme el precio del metal aumenta, las familias más pobres tienen cada vez mayores dificultades para reunir el oro necesario para una dote. Aunque esta cumple eminentemente la función social de equiparar la riqueza familiar de los contrayentes, el creciente precio del oro ha estimulado el aspecto más siniestro del intercambio. Por ejemplo, en el vecino estado de Tamil Nadu, la competencia por adquirir oro ha derivado en incidentes de violencia doméstica precipitados por la dote (generalmente cuando la familia del novio ha golpeado a la esposa por aportar muy poco oro) y abortos selectivos (entre familias desesperadas por evitar la carga financiera que implica una hija).

En ocasiones, la presión es demasiada para los pobres, incluso en Kerala. Rajam Chidambaram, viuda de 59 años que vive en un barrio en las afueras de Cochin, encontró recientemente a un joven dispuesto a casarse con su única hija, de 27 años. Sin embargo, la familia del novio exigía una dote muy superior a sus posibilidades: 25 soberanos o 200 gramos de oro (que hace ocho años tenían un valor de 1 650 dólares y actualmente de 5 200). Como empleada de limpieza, Chidambaram sólo tiene los dos aretes que usa: el collar de oro que alguna vez poseyó lo usó para pagar las cuentas de hospital de su difunto esposo. “Tuve que aceptar la exigencia del novio –dice, enjugándose las lágrimas–. Si me niego, mi hija se quedará en casa para siempre”.

Al final, los financieros locales le otorgaron un préstamo para la dote y, aunque Chidambaram bien pudo haber sobrellevado la vergüenza de tener una hija soltera, ahora lleva a cuestas la carga de una deuda que tal vez deba pagar el resto de su vida.


Rosemery Sánchez Condori tiene apenas nueve años, pero el dorso de las manos se le ha endurecido como cuero curtido.

Es lo que pasa cuando una niña invierte largas horas golpeando rocas bajo el sol andino. Desde que el padre de Rosemery se enfermó en las minas de La Rinconada, hace ocho años, su madre ha trabajado once horas diarias recogiendo piedras cerca de las minas y fracturándolas en trozos más pequeños para buscar restos de oro que hayan pasado inadvertidos. En días de clase, Rosemery ocasionalmente ayuda a su madre en la montaña, y aunque esto podría considerarse explotación infantil, semejante labor representa el máximo logro para la hija de una familia que vive al día. “El año pasado encontré dos gramos de oro –dice Rosemery con entusiasmo–. Alcanzó para comprar mis libros y el uniforme de la escuela”.

En las minas de pequeña escala del mundo, la búsqueda de oro es un asunto familiar. Se estima que de los 15 millones de mineros artesanales del planeta, 30 % son mujeres y niños. En la montaña que domina La Rinconada, los hombres desaparecen en las minas mientras sus esposas se sientan junto a rimeros de piedras desechadas y, a ritmo sincopado, arremeten contra la roca con mazos de dos kilogramos. Como no hay quien cuide a sus hijos y necesitan ingresos adicionales, estas mujeres con largas faldas y el tradicional bombín a veces llevan a sus hijos a las montañas. La incertidumbre del sistema de lotería de las minas, y los engaños de muchos de los hombres del lugar, es lo que atrae a las mujeres hasta allá. Por lo menos así tienen la certeza de que los 6 u 8 gramos de oro que consigan ese mes (con valor de unos 200 dólares) serán aprovechados por la familia y no irán a parar a los sórdidos bares y burdeles que abarrotan la zona roja del pueblo.


Objeto de deseo y destrucción, sólo el oro podría haber conjurado un espacio de contradicciones tan sorprendentes como La Rinconada.

Aunque aislado e inhóspito –a 5 100 metros hasta el oxígeno es escaso–, su población aumenta a un ritmo desaforado. Al aproximarse al asentamiento desde el altiplano, lo primero que atisba el visitante son los tejados bajo un magnífico glaciar que cubre la montaña como un velo de novia. Entonces viene el hedor. No sólo es la basura volcada en la ladera, sino los desechos humanos e industriales que saturan las calles del pueblo. A pesar de su crecimiento (en 6 años, la cantidad de minas que horadan el glaciar se ha disparado de 50 a cerca de 250), La Rinconada carece de servicios básicos: no hay drenaje, saneamiento, control de contaminantes o servicio postal, ni siquiera estación de policía. La más cercana, que cuenta con un puñado de oficiales, se encuentra a una hora cuesta abajo por la montaña. De suerte que la población se encuentra, literalmente, fuera del alcance de la ley.

La frenética expansión de La Rinconada es producto de una peculiar convergencia: por una parte, el incremento en el precio del oro y por otra, el arribo de la electricidad en 2002. Ahora los mineros utilizan taladros neumáticos además de martillos y cinceles y los trituradores de roca tradicionales, operados con las piernas, han sido sustituidos por pequeñas fresadoras eléctricas. La electricidad no ha contribuido a que la minería sea una actividad más limpia; por el contrario, el mercurio y otras sustancias tóxicas corren por el ambiente con más liberalidad que nunca, aunque casi todos concuerdan en que La Rinconada jamás ha producido tanto oro. Los cálculos oscilan entre 2 y 10 toneladas anuales, con un valor de entre 60 y 300 millones de dólares. Sin embargo, nadie conoce las cifras a ciencia cierta porque, estrictamente hablando, mucho del oro de este lugar no existe.

El ministerio peruano de energía y minas rastrea minuciosamente el oro que produce el país y con razón: se trata de la principal exportación nacional, que convierte al país en el quinto productor mundial de oro con un total de 187.5 toneladas (ocho veces más que en 1992). Ahora bien, dado que el ministerio no tiene una oficina de representación en La Rinconada, el oro que los mineros extraen no es debidamente contabilizado porque, en buena medida, los operadores suelen registrar cifras de producción inferiores para evitar impuestos. “¡Estamos en bancarrota! –se burla uno–. Eso les decimos”.

Una porción del mineral no procesado también desaparece. En una tienda del pueblo, un minero de 19 años de nombre Leo reconoce abiertamente que los 1.9 gramos que cambia por efectivo provienen de las rocas que se robó de una bodega donde su padre trabaja como guardia. “Lo hacemos cuatro o cinco veces por semana y nos dividimos las ganancias –dice Leo–. Nadie se da cuenta de que faltan esas piedras”.

Encima de todo, muchos mineros de La Rinconada ni siquiera existen oficialmente: no hay nóminas –sólo aquellos sacos de rocas–, y algunos operadores de minas tampoco se toman la molestia de anotar los nombres de sus obreros. Por supuesto, los patrones se enriquecen con este sistema de tienda de raya. El administrador de una de las minas más grandes de La Rinconada asegura que su operación produce 50 kilos cada tres meses, más de 5 millones de dólares anuales. En contraste, con el cachorreo mensual, los obreros logran extraer un promedio de 10 gramos de oro, equivalentes a 3 000 dólares anuales. A pesar de la disparidad, los mineros no se han rebelado contra el sistema; de hecho, pareciera que prefieren la remota posibilidad de un golpe de suerte una vez al mes en las minas a la tediosa certidumbre de un salario bajo y la pobreza crónica del campo. “Es una lotería cruel –dice Juan Apaza, el minero con un diente de oro que trabaja en el glaciar–. Pero al menos nos da esperanza”.

Para los mineros y sus familias, sólo sobrevivir en aquel peligroso y desolado lugar quizás sea la más inmisericorde de las loterías. La esperanza de vida en La Rinconada es de apenas 50 años, 21 menos que el promedio nacional. Los accidentes mortales en las minas son comunes y a menudo provocados por explosivos improvisados manipulados por mineros inexpertos o borrachos. Y si la explosión no los mata, los vapores de monóxido de carbono pueden hacerlo. Perú tiene leyes estrictas sobre seguridad en las minas, pero la supervisión en La Rinconada es muy escasa. “De las 200 compañías que operan aquí, sólo cinco obligan a utilizar el equipo de seguridad completo”, comenta Andrés Paniura Quispe, ingeniero de seguridad que trabaja en una de las contadas empresas que mantienen dichos estándares, pero que a la vez les exige a los obreros adquirir sus propios equipos.

Los mineros responden al acoso de la muerte con reflexivo fatalismo. Lo dice el adagio popular: “A labor me voy, no sé si volveré”. De hecho, morir en la mina se considera de buena suerte para los que siguen con vida. La centenaria práctica andina del sacrificio humano aún se tiene como la máxima ofrenda para la deidad de la montaña, dado que, según las creencias locales, el proceso químico por el cual la montaña absorbe el cerebro humano ocasiona que el mineral de oro se acerque más a la superficie, facilitando su extracción.

Pero los dioses seguramente no están felices con el envenenamiento ambiental de La Rinconada. Las aguas negras y la basura en las abarrotadas calles son molestias insignificantes comparadas con las toneladas de mercurio liberadas en el proceso para separar el oro de la roca. UNIDO calcula que una operación minera de pequeña escala libera en el ambiente entre dos y cinco gramos de mercurio por cada gramo de oro recuperado: una pasmosa estadística, considerando que el envenenamiento por mercurio puede provocar graves daños en el sistema nervioso y en todos los órganos importantes. Según los ambientalistas peruanos, el mercurio de La Rinconada y la vecina mina de Ananea está contaminando ríos y lagos e incluso puede detectarse ya en la costa del Titicaca, a 250 kilómetros de distancia.

Quienes viven en los alrededores de La Rinconada sufren el impacto de la destrucción. Esteban Sánchez Mamani, padre de Rosemery, ha trabajado aquí durante 20 años, pero ahora pocas veces entra en las minas a causa de una enfermedad crónica que ha consumido su energía y elevado su presión arterial. Aunque Sánchez desconoce la naturaleza de su mal (la única visita que hizo al médico fue poco concluyente), sospecha que se originó en el ambiente contaminado. “Sé que las minas me robaron la juventud –comenta el hombre de 40 años, quien representa mucha más edad debido a su encorvada espalda–, pero esta es la única vida que conocemos”.

El destino de la familia depende ahora del mineral que Carmen, su esposa, pueda rescatar de la montaña. Sentado en el suelo de su choza hecha de piedra, Sánchez pasa la mayor parte del día rompiendo rocas en pedazos más pequeños y depositando fragmentos con destellos dorados en una taza de color azul. Rosemery hace los deberes escolares sobre un saco de arroz, interrumpiéndolos ocasionalmente para interrogar a los visitantes sobre la vida fuera de La Rinconada: “¿Los de su país mascan hojas de coca? ¿Tienen alpacas?”. A pesar de ser apenas una niña de primer grado, ha decidido que será contadora y vivirá en Estados Unidos. “Quiero irme lejos de aquí”, dice.

Rosemery acompaña a su padre a llevar dos sacos de mineral (la carga semanal) hasta la diminuta fresadora que está cerca de la casa. Aunque el recorrido forma parte de una interminable rutina, Sánchez se aferra a la ilusión de haber ganado el premio mayor. Espera que, por lo menos, haya suficiente oro para que sus dos hijos permanezcan en la escuela. “Quiero que estudien para que se vayan de aquí”, dice el minero enfermo, quien ni siquiera terminó el primer año de secundaria.

Padre e hija observan mientras el fresador practica su antiguo oficio. Sin protección en las manos, el hombre vierte mercurio líquido en una batea de madera para separar el oro de la roca y luego vacía los desechos, cubiertos de mercurio, en un arroyo que corre bajo el cobertizo. Nueve metros arroyo abajo, una jovencita llena una botella de plástico con el agua contaminada. Pero en el interior del taller, todas las miradas están puestas en la pepita plateada del tamaño de una canica que ha producido el fresador: el recubrimiento de mercurio oculta una cantidad de oro desconocida.

Con la pepita en el bolsillo, Sánchez camina trabajosamente cuesta arriba, hasta llegar a la tienda donde se compra y vende oro. El comerciante, uno de los cientos que hay en este poblado, procede a quemar el mercurio con un soplete despidiendo el tóxico gas por un tubo de escape que lo dispersa en el aire frío y enrarecido. Mientras el mercader hace su trabajo, Sánchez camina impacientemente por la habitación, estrujando el desgastado sombrero que lleva en las manos.

Luego de 10 minutos, la llama revela un diminuto núcleo de oro y Sánchez arruga el entrecejo. Pesa sólo 1.1 gramos. El comerciante toma unos cuantos billetes y, encogiéndose de hombros, entrega a Sánchez una cantidad que, tras deducir los honorarios del fresador, representa menos de 20 dólares para la familia. “Mejor suerte para la próxima”, dice el comerciante.

Quizás sea el mes entrante, o el siguiente. Considerando que se gana el sustento en las alturas de un glaciar, Sánchez está consciente de que todo depende de la suerte.

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Hatshepsut: la reina hombre de Egipto

¿Qué motivó a Hatshepsut a gobernar el antiguo Egipto como un hombre mientras su hijastro permanecía a la sombra? Su momia y su verdadera historia han salido a la luz?.

Hatshepsut usaba una barba falsa para enfatizar su poder real.


El resto de su gracia humana se había desvanecido.

La tela enredada alrededor de su cuello parecía un pésimo intento por estar a la moda. Su boca, con el labio superior caído sobre el inferior, era un rizo espantoso (provenía de un famoso linaje de prognatas). Las cuencas de sus ojos estaban repletas de resina negra; las fosas nasales, obstruidas inapropiadamente por ajustados rollos de trapo. El oído izquierdo se había hundido en la carne lateral de su cráneo, y su cabeza carecía casi por completo de pelo.

Me incliné sobre la vitrina abierta en el Museo Egipcio de El Cairo y miré lo que muy probablemente sea el cuerpo de la faraona Hatshepsut, la extraordinaria mujer que reinó en Egipto de 1479 a 1458 a. C., y que hoy es menos famosa por su reinado durante la era dorada de la dinastía XVIII que por haber tenido la audacia de representarse a sí misma como un hombre. No flotaba en el aire el seductor perfume de la mirra, sólo un ácido y acre olor que parecía haberse acuñado durante los muchos siglos que permaneció en una cueva de piedra caliza. Era difícil conciliar esta cosa postrada con la gran gobernante que había vivido hacía tanto tiempo y de la cual se escribió: “Contemplarla era más hermoso que nada”. El único toque humano era el brillo del hueso en las puntas de sus dedos sin uñas, donde se había replegado la carne momificada, creando la ilusión de una manicura y evocando no sólo nuestra esencia vanidosa, sino nuestras frágiles intimidades, nuestro breve y pasajero aprecio por el mundo.

El descubrimiento de la momia perdida de Hatshepsut acaparó los encabezados hace dos veranos, pero la historia completa reveló poco a poco un drama. La búsqueda de Hatshepsut mostró a qué grado las pequeñas palas y pinceles de la tradicional caja de herramientas de los arqueólogos se han complementado con escáneres TAC y termocicladores de ADN.

En 1903, el renombrado arqueólogo Howard Carter había hallado el sarcófago de Hatshepsut en la vigésima tumba descubierta en el Valle de los Reyes –la KV20–. El sarcófago, uno de los tres que Hatshepsut había preparado, estaba vacío. Los eruditos no sabían dónde se encontraba la momia o si había sobrevivido la campaña que, con el fin de erradicar todo registro de su reinado, se llevó a cabo durante el gobierno de su corregidor y último sucesor, Tutmosis III, cuando casi todas las imágenes de ella como rey fueron retiradas sistemáticamente de templos, monumentos y obeliscos.

La búsqueda que parece haber resuelto el misterio la inició en 2005 Zahi Hawass, director del Egyptian Mummy Project y secretario general del Consejo Supremo de Antigüedades. Hawass y un equipo de científicos se enfocaron en una momia llamada KV60a, la cual, a pesar de haber sido descubierta más de un siglo antes, no se creyó tan importante como para retirarla del suelo de una tumba menor en el Valle de los Reyes. La KV60a había navegado por la eternidad sin el amparo de un ataúd, mucho menos con un séquito de figurillas que desempeñaran tareas reales. Tampoco tenía qué usar: ni tocado, ni joyería, ni sandalias de oro, ni cubiertas de oro para los dedos de las manos y los pies; ninguno de los tesoros que se le habían dado al faraón Tutankamon, quien no era nadie comparado con Hatshepsut.

Incluso con todos los métodos de alta tecnología empleados para descifrar uno de los casos de personas desaparecidas más notables de Egipto, de no haber sido por el descubrimiento fortuito de un diente, la KV60a quizá seguiría recostada sola en la oscuridad, con su nombre real y estatus desconocidos. Actualmente es consagrada en una de las dos salas de Momias Reales del Museo Egipcio, con placas en árabe y en inglés que la proclaman como Hatshepsut, “La Reina Hombre de Egipto”, reunida al fin con sus compañeros faraones del Nuevo Reino.


Debido al olvido que cayó sobre Hatshepsut, es difícil pensar en un faraón cuyas esperanzas de ser recordado sean más conmovedoras.

Parece haberle temido más al anonimato que a la muerte. Fue una de las mayores constructoras en una de las dinastías más grandes de Egipto. Levantó y renovó templos y santuarios desde el Sinaí hasta Nubia. Los cuatro obeliscos de granito que erigió en el vasto templo del gran dios Amón en Karnak estaban entre los más magníficos. Encomendó cientos de estatuas de ella misma y dejó testimonios en piedra –verdaderos e inventados– de su linaje, sus títulos, su historia, incluso de sus pensamientos y esperanzas, que a menudo expresaba con un candor poco común. Las expresiones de preocupación que Hatshepsut inscribió en uno de sus obeliscos en Karnak aún resuenan con una inseguridad casi encantadora: “Ahora se me vuelca el corazón cuando pienso lo que la gente dirá. Aquellos que vean mis monumentos en los años por venir, y que hablarán de lo que he hecho”.

Muchas incertidumbres plagan la historia temprana del Nuevo Reino, pero queda claro que cuando nació Hatshepsut, el poder egipcio aumentaba. El que posiblemente fuera su abuelo, Amosis, fundador de la dinastía XVIII, había expulsado a los formidables invasores hicsos que ocuparon la parte norte del Valle del Nilo durante dos siglos. Cuando el hijo de Amosis, Amenhotep I, no tuvo un hijo que viviera para sucederlo, se aceptó en la realeza, por haberse casado con una princesa, a un temible general conocido como Tutmosis.

Hatshepsut era la hija mayor de Tutmosis y su Gran Esposa Real, la reina Ahmose, probablemente pariente cercana del rey Amosis. Pero Tutmosis tenía un hijo de otra reina, Tutmosis II, quien heredó la corona cuando su padre “descansó de la vida”. Ciñéndose a un método común para fortalecer el linaje real –y sin ninguno de los reparos de hoy para acostarse con su hermana– Tutmosis II y Hatshepsut se casaron. Tuvieron una hija; una esposa menor, Isis, le daría a Tutmosis el heredero masculino que Hatshepsut no pudo procrear. Tutmosis II no gobernó por mucho tiempo, y cuando fue conducido hacia la vida eterna a causa de lo que 3 500 años después los escáneres tac sugieren sería una enfermedad del corazón, su heredero, Tutmosis III, aún era un niño. Como se acostumbraba, Hatshepsut asumió el control verdadero como reina regente del joven faraón.

Así comenzó uno de los periodos más intrigantes de la historia antigua de Egipto.

Al principio, Hatshepsut actuó en nombre de su hijastro. Aunque no tardaron en aparecer signos de que su regencia sería diferente. Los primeros relieves la muestran desempeñando funciones propias del rey, como hacer ofrendas a los dioses y pedir obeliscos de las canteras de granito rojo de Asuán. Tras unos cuantos años, había asumido el papel de “rey” de Egipto, poder supremo en sus tierras. Su hijastro –quien para entonces habría sido ya capaz de asumir el trono– quedó relegado a un segundo plano. Ella procedió a gobernar durante 21 años.

“Algo motivaba a Hatshepsut a cambiar la forma en que se representaba a sí misma en los monumentos públicos, pero no sabemos qué –dice Peter Dorman, renombrado egiptólogo y presidente de la American University de Beirut–. Una de las cosas más difíciles de adivinar es su motivación”.

Es posible que su línea sanguínea tenga algo que ver. En un cenotafio de las canteras de arena de Gebel el-Silsila, su administrador y arquitecto Senenmut se refiere a ella como “la hija primogénita del rey”, distinción que acentúa su linaje como heredera principal de Tutmosis I más que como esposa real de Tutmosis II. Recordemos que Hatshepsut de verdad era de sangre azul, emparentada con el faraón Amosis, mientras que su esposo-hermano era descendiente de un rey adoptado. Los egipcios creían en la divinidad del faraón; sólo Hatshepsut, no su hijastro, tenía un vínculo biológico con la realeza divina.

Aun así, quedaba el pequeño detalle del género. El reinado debía pasarse de padre a hijo, no a hija; la creencia religiosa dictaba que el papel de rey no podía desempeñarse adecuadamente por una mujer. Saltar este obstáculo debe haber requerido mucha sagacidad por parte de la mujer rey. Cuando su esposo murió, Hatshepsut prefirió no usar el título de Esposa del Rey, sino el de Esposa del Dios Amon, nombramiento que algunos creen le allanó el camino al trono.

Hatshepsut nunca mantuvo en secreto su sexo en los textos; sus inscripciones con frecuencia empleaban terminaciones femeninas. Pero en principio, parecía estar buscando formas de sintetizar las imágenes de reina y rey, como si un arreglo visual resolviera la paradoja de un soberano mujer. En una estatua de granito rojo se muestra a Hatshepsut con el inconfundible cuerpo de una mujer pero con los símbolos del rey: el nemes –tocado a rayas de la cabeza– y la cobra uraeus. En algunos relieves de templos, Hatshepsut porta el apretado vestido tradicional hasta los tobillos, pero tiene los pies separados, la postura típica del rey.

Conforme transcurrieron los años, parece haber decidido que era más fácil eludir por completo el asunto del género. Se hizo representar exclusivamente como rey varón, con el tocado, la falda shenti y la falsa barba, sin rasgos femeninos. En los relieves del templo mortuorio de Hatshepsut, ella tejió una fábula de su asunción al poder como la realización de un plan divino y declaró que su padre, Tutmosis I, no sólo quiso que ella fuera rey sino que además pudo asistir a su coronación. En los paneles se muestra al gran dios Amón apareciéndosele a la madre de Hatshepsut, disfrazado de Tutmosis I. Este le ordena a Jnum, el dios de la creación con cabeza de carnero que modela el barro de la humanidad en su torno: “Anda, hazla mejor que a todos los dioses; dale forma por mí a esta mi hija, a la cual he engendrado”.

A diferencia de la mayoría de los contratistas, Jnum se pone a trabajar, respondiendo: “Su forma será más elevada que la de los dioses, en su gran dignidad de Rey…”.

En el torno de alfarero de Jnum, la pequeña Hatshepsut es representada inequívocamente como niño. Aún se discute exactamente quién era la audiencia prevista para semejante propaganda. Es difícil imaginar que Hatshepsut necesitara apuntalar su legitimidad con aliados poderosos, como altos sacerdotes de Amón, o miembros de la élite, como Senenmut. ¿Entonces, a quién le estaba montando esa historia? ¿A los dioses? ¿Al futuro? ¿A National Geographic?

Es posible que una respuesta se encuentre en las referencias de Hatshepsut a las avefrías, aves comunes de los pantanos del Nilo que los antiguos egipcios conocían como rekhyt. En los textos jeroglíficos, la palabra rekhyt suele traducirse como “la gente común”. Se repite con frecuencia en las inscripciones del Nuevo Reino, pero hace unos años Kenneth Griffin, ahora en la Universidad Swansea en Gales, notó que Hatshepsut hizo un uso más extenso de la frase que otros faraones de la dinastía XVIII. “Sus inscripciones parecían mostrar una asociación personal con el rekhyt inigualable en esta etapa”, dice. Hatshepsut a menudo hablaba en posesivo de “mi rekhyt” y pedía su aprobación, como si la inusual gobernante fuera populista de clóset.

Después de su muerte, alrededor de 1458 a.  C., su hijastro prosiguió a asegurarse su destino como uno de los más grandes faraones de la historia egipcia. Tutmosis III, como su madrastra, fue un constructor de monumentos, pero también un guerrero sin par, el llamado Napoleón del antiguo Egipto. En 19 años condujo 17 campañas en el Levante mediterráneo, incluyendo una victoria en contra de los cananeos en Megido, en el actual territorio de Israel, que aún se enseña en las academias militares. Tuvo una multitud de esposas, una de las cuales dio a luz a su sucesor, Amenhotep II.

Durante la última etapa de su vida, cuando otros hombres se conformarían con recordar sus aventuras pasadas, Tutmosis III se embarcó en un pasatiempo. Decidió borrar metódicamente de la historia a su madrastra, el rey.

Cuando Zahi Hawass emprendió la búsqueda para hallar a Su Majestad el Rey Hatshepsut, estaba casi seguro de una cosa:

No era la momia desnuda que se encontró tendida en el suelo de una tumba menor. “Cuando empecé a buscar a Hatshepsut, nunca pensé que descubriría que ella era esta momia”, dice Hawass. Para empezar, no tenía ninguna investidura real aparente; era gorda, y como escribió Hawass en un artículo publicado en la revista KMT, tenía “enormes pechos como péndulos”, de la clase que más probablemente pertenecerían a la nodriza de Hatshepsut.

Meses antes, Hawass había visitado la tumba de Hatshepsut, la KV20, en busca de pistas de su paradero. Descendió 200 metros en una de las tumbas más peligrosas del Valle de los Reyes. El túnel de frágil esquisto y caliza apestaba a excremento de murciélagos. Cuando Howard Carter lo despejó en 1903, lo describió como “uno de los trabajos más fastidiosos que he supervisado”. En la tumba, Carter halló dos sarcófagos con el nombre de Hatshepsut, algunos paneles de caliza en las paredes y un cofre canope, pero ninguna momia.

Carter hizo otro descubrimiento en una tumba cercana, la KV60, una estructura menor cuya entrada estaba tallada al principio del corredor de la KV19. En la KV60 Carter halló “dos momias de mujer muy despojadas y algunos gansos momificados”. Una momia estaba en un ataúd, la otra en el piso. Carter tomó los gansos y cerró la tumba. Tres años después, otro arqueólogo llevó a la momia del ataúd al Museo Egipcio. Más tarde, se relacionaría a la inscripción en el ataúd con la nodriza de Hatshepsut. La momia en el piso se dejó como estaba, como había estado desde que fue escondida ahí, probablemente por sacerdotes durante los reentierros de la dinastía XXI, alrededor de 1000 a. C.

Con el paso de los años, los egiptólogos le perdieron la pista a la entrada de la KV60, y la momia en el piso de la tumba efectivamente desapareció. Eso cambió en junio de 1989, cuando Donald Ryan, egiptólogo y profesor de la Pacific Lutheran University en Tacoma, Washington, fue a explorar varias tumbas pequeñas y no decoradas en el valle. Incitado por la influyente egiptóloga Elizabeth Thomas, quien sospechaba que la KV60 podría alojar la momia de Hatshepsut, Ryan la había incluido en su solicitud para el permiso de investigación. Como el primer día llegó demasiado tarde para empezar a trabajar, decidió pasear alrededor del sitio para dejar algunas herramientas. Deambuló hasta la entrada de la KV19 y, sólo porque sí, pensando que la KV60 podría estar cerca, comenzó a barrer el pasillo de la entrada con su escobetilla. Trabajó hacia atrás desde la puerta de la KV19. En media hora había encontrado una rajadura en el corredor de roca. Una escotilla de piedra reveló una serie de escalones. Una semana después, con una casetera tocando la sonata Patética de Beethoven, él y un inspector local de antigüedades entraron a la tumba “perdida”.

“Fue espeluznante –recuerda–. Nunca antes había encontrado una momia. El inspector y yo entramos con mucho cuidado. Había una mujer tendida en el suelo. ¡Oh, por Dios!”.

La momia estaba acostada en una tumba que había sido saqueada por ladrones en la antigüedad. Su brazo izquierdo estaba doblado sobre el pecho, en una posición de enterramiento que algunos consideran común para las reinas egipcias de la dinastía XVIII. Ryan se puso a catalogar lo que encontró. “Hallamos la pieza facial destrozada de un ataúd y trozos de oro que habían sido raspados –recuerda–. No sabíamos qué tanto había movido Howard Carter, así que lo documentamos como si se tratara de un sitio intacto”. En una cámara lateral, Ryan encontró una enorme pila de vendajes, una pierna de vaca momificada y montones de “provisiones momificadas”, paquetes de comida dispuestos para el largo viaje por la eternidad del difunto.

Entre más estudiaba Ryan la momia, más pensaba que podría tratarse de alguien importante. “Estaba muy bien momificada –dice–. Y tenía una postura real. Pensé, ‘¿Por qué? ¡Es una reina!’. ¿Podría tratarse de Hatshepsut?

De cualquier forma, no parecía bien dejarla, quienquiera que fuera, tendida desnuda sobre el suelo en medio de un desorden de harapos. Antes de cerrar la tumba, Ryan y un colega ordenaron un poco la cámara de enterramiento. Mandaron construir un sencillo ataúd en una carpintería local. Depositaron a la dama desconocida en su nuevo lecho y cerraron la tapa. El prolongado periodo de anonimato de Hatshepsut estaba próximo a terminar.


Por mucho tiempo, los historiadores le han adjudicado a Hatshepsut el papel de la madrastra malvada del joven Tutmosis III.

La evidencia de su supuesta crueldad es la forma en la que su hijastro se la retribuyó póstumamente atacando sus monumentos y borrando su nombre de los monumentos públicos. De hecho, Tutmosis III devastó la iconografía del rey Hatshepsut con el mismo rigor con el que aporreó a los cananeos en Megido. En Karnak su imagen y su cartucho, o el símbolo de su nombre, se quitaron a cincelazos de los muros de los santuarios; los textos en sus obeliscos se cubrieron con piedra (lo que, sin quererlo, los conservó en perfectas condiciones).

En Deir el-Bahari, sitio de su logro arquitectónico más espectacular, sus estatuas fueron destrozadas y arrojadas a un pozo frente a su templo mortuorio. Conocido como Djeser Djeseru, sagrado entre los sagrados, en la ribera oeste del Nilo frente al moderno Luxor, el templo está frente a un conjunto de acantilados color león que enmarca sus piedras rojizas como hace un nemes con el rostro del faraón. Con sus tres pisos, sus pórticos, sus espaciosas terrazas unidas por rampas, su ahora desaparecida calzada cubierta de esfinges, las albercas de papiro en forma de T y árboles de mirra que dan sombra, Djeser Djeseru se encuentra entre los templos más gloriosos jamás construidos. Fue diseñado quizá para ser el centro del culto a Hatshepsut.

Sus imágenes como reina quedaron intactas, pero donde se proclamaba como rey, los trabajadores de su hijastro usaron sus cinceles en un acto vandálico cuidadoso y preciso. “La destrucción no fue una decisión emocional, sino política”, dice Zbigniew Szafraski, director de la misión arqueológica polaca en Egipto que ha estado trabajando en el templo mortuorio de Hatshepsut desde 1961.

Para cuando los excavadores despejaron de escombros el templo casi totalmente enterrado, a finales de la última década del siglo XIX, el misterio de Hatshepsut se había refinado: ¿qué clase de gobernante era ella? La respuesta les pareció evidente a varios egiptólogos que se apresuraron a adoptar la idea de que Tutmosis III había atacado la memoria de Hatshepsut en venganza por su descarada usurpación del poder real. William C. Hayes, curador de arte egipcio en el Museo de Arte Metropolitano y uno de los directores de las excavaciones de Deir el-Bahari en los años veinte y treinta, escribió en 1953: “No pasó mucho tiempo… antes de que esta vanidosa, ambiciosa e inescrupulosa mujer se mostrara tal como era en realidad”.

Cuando en los años sesenta los arqueólogos descubrieron evidencia que indicaba que el destierro del rey Hatshepsut había comenzado al menos 20 años después de su muerte, la telenovela del exaltado hijastro vengándose de su inescrupulosa madrastra se vino abajo. Se concibió un escenario más lógico en torno a la posibilidad de que Tutmosis III necesitara reforzar la legitimidad de la sucesión de su hijo Amenhotep II frente a los reclamos de otros miembros rivales en la familia. Y Hatshepsut, alguna vez desacreditada por su despiadada ambición, ahora es admirada por su habilidad política.


Casi dos décadas después de que Donald Ryan redescubriera la ubicación de la KV60.

Zahi Hawass les pidió a los curadores del Museo Egipcio que reunieran todas las momias femeninas no identificadas que pudieran haber pertenecido a la familia real de la dinastía XVIII, incluyendo los dos cuerpos –uno delgado, otro obeso– que se habían encontrado en la KV60. La momia delgada fue retirada de su almacenamiento en el ático del museo; la obesa, la KV60a, que había permanecido en la tumba donde fue hallada, se trasladó desde el Valle de los Reyes. En un periodo de cuatro meses, a finales de 2006 y principios de 2007, las momias pasaron por un escáner TAC que les permitió a los arqueólogos examinarlas a detalle y calcular su edad y causa de muerte.

El resultado del escaneo tac de las cuatro momias candidatas no fue concluyente. Entonces Hawass tuvo otra idea. Se había encontrado una caja de madera grabada con el cartucho de Hatshepsut en una gran reserva de momias reales en Deir el-Bahari en 1881; se creía que contenía su hígado. Cuando se pasó la caja por el escáner, los investigadores se sorprendieron al encontrar un diente. El dentista del equipo lo identificó como un molar secundario al que le faltaba parte de la raíz. Cuando Ashraf Selim, profesor de radiología en la Universidad de El Cairo, reexaminó las imágenes de las mandíbulas de las momias, vio que la mandíbula superior derecha de la momia obesa de la KV60a tenía una raíz sin diente. “Medí la raíz en la momia y en el diente y encontramos que coincidían”, dice Selim.

Para estar seguros, los científicos sólo han probado con seguridad que el diente de una caja pertenece a una momia. La identificación está basada en la suposición de que el contenido de la caja está marcado correctamente y contiene lo que alguna vez fueron las partes vitales de la famosa faraona. Pero la caja inscrita con el cartucho de Hatshepsut no es el tipo de recipiente en el que suelen hallarse los órganos momificados. Está hecho de madera, no de piedra, y pudo haberse usado para guardar joyería, aceites o pequeños objetos de valor.

“Algunos dirían que no hemos encontrado pruebas absolutas –dice Selim–. Y estaría de acuerdo”.

Pero, pregunta Hawass, ¿cuáles son las probabilidades de que una caja identificada con Hatshepsut y hallada en una reserva de momias reales contenga un diente que encaja a la perfección con el hueco en la sonrisa de una momia que se encontró junto a la amada nodriza de la gran faraona egipcia? Y es una maravilla que el diente estuviera ahí para vincular el cartucho de Hatshepsut con una momia. “Si el embalsamador no lo hubiera tomado y puesto junto al hígado, no habría manera de que supiéramos qué le pasó a Hatshepsut”, dice Hawass.

Los escáneres TAC ya han cambiado la historia, disipando las teorías de que Hatshepsut pudo haber sido asesinada por su hijastro. Probablemente murió a causa de una infección por un absceso en el diente, complicada por un cáncer de hueso avanzado y posible diabetes. Hawass especula que los altos sacerdotes de Amón pudieron haber movido su cuerpo a la tumba de su nodriza para protegerla de los saqueadores; muchas personas de la realeza del Nuevo Reino estaban escondidas en tumbas secretas por seguridad. En cuanto a las pruebas de ADN, la primera ronda comenzó en abril de 2007 y aún no ha probado nada definitivo.

“Con los especímenes antiguos nunca se tiene una coincidencia de 100 %, porque las secuencias genéticas no están completas –comenta Angélique Corthals, profesora de biomedicina y estudios forenses en la Stony Brook University de Nueva York y una de los tres consultores que trabajan con los egipcios–. Revisamos el adn mitocondrial de la momia que sospechábamos sería de Hatshepsut y el de la de su abuela Ahmose Nefertari. Existen probabilidades entre 30 y 35 % de que las dos muestras no estén relacionadas, pero debo hacer énfasis en el hecho de que sólo se trata de pruebas preliminares”. Pronto, una nueva ronda podría arrojar un veredicto más claro.


La primavera pasada, el fotógrafo Kenneth Garrett le pidió a Wafaa el-Saddik, directora del Museo Egipcio en El Cairo

Fotografiar para este artículo una esfinge de piedra caliza de Hatshepsut de las ruinas de su templo, la caja de madera que contenía el diente, un busto de la faraona con la apariencia de Osiris, dios del inframundo. El-Saddik llegó al último artículo de la lista: el cuerpo momificado de Hatshepsut. “¿Quieres que retiremos el vidrio?”, preguntó incrédula, como si la momia, abandonada por tanto tiempo, ahora poseyera algo indescriptiblemente preciado. El fotógrafo asintió. La directora se estremeció. “¡Estamos hablando de la historia del mundo!”, exclamó.

Al final, se decretó que uno de los paneles de vidrio podría removerse de la caja en que estaba en la Sala de Momias Reales sin poner en peligro la historia del mundo. Mientras se instalaban las luces para fotografiar lo que quedaba de la gran faraona, me pregunté por qué era tan importante autentificar su cadáver. Por un lado, ¿qué podría animar mejor la sorprendente historia del antiguo Egipto que esa mujer que logró preservarse desafiando las fuerzas de la naturaleza y el deterioro? Ahora estaba aquí, entre nosotros, como un embajador de la antigüedad.

Por otro, ¿qué queríamos de ella? Antes que nada, ¿acaso no había algo opresivamente morboso en la curiosidad que atrajo a millones de fisgones a las salas de las Momias Reales e hizo un fetiche de la difunta real? Entre más veía a Hatshepsut, más deseaba huir de sus inconmensurables ojos y de la sofocante adherencia de su carne sin vida. La mayoría de nosotros vivimos de acuerdo con el credo del avefría, que es la antítesis de la fe de los faraones: cenizas con cenizas, polvo con polvo. Se me ocurrió que Hatshepsut está mucho más viva en sus textos, pues incluso, después de tantos miles de años, aún se puede sentir el latido de su corazón.

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Anfibios en Desaparición

Estamos atestiguando una extinción masiva. Un hongo microscópico exótico está propinando el golpe mortal a muchos anfibios que ya se veían afectados por pérdida de hábitat, contaminación y cambio climático. Pero una investigación sin precedentes y los esfuerzos de rescate pueden ofrecer una esperanza a las especies en peligro de desaparecer.

Con la boca abierta en señal de defensa, una rana de Budgett destaca entre muchas en la lucha por la supervivencia. Los investigadores han acelerado la búsqueda de soluciones y cada pequeña victoria brinda nuevas esperanzas.


La rana sostiene a su compañera, con las patas delanteras asidas con fuerza a su torso.

Debajo del macho, con el vientre lleno de huevos, la hembra se remoja en el arroyo poco profundo. Son ranas de una especie rara del género Atelopus, aún no tienen nombre específico y sólo son conocidas en una delgada franja de terreno en la base de los Andes y las tierras bajas adyacentes del Amazonas. La hembra se ve como si la acabaran de pintar, con motivos negros sobre amarillos y la parte del vientre de un rojo vibrante. Pero también está muerta.

Sobre esta planicie, a la orilla de la barranca, está una excavadora. La construcción de una carretera, cerca del poblado de Limón al sureste de Ecuador, ha causado una avalancha de rocas, ramas rotas y tierra que baja la colina y obstruye parte del arroyo en el bosque. Luis Coloma camina con cuidado sobre las rocas sueltas e inspecciona los daños. El herpetólogo de 47 años tiene lentes y viste una camisa amarilla llena de diminutas ranas bordadas. Con un palo mueve los escombros y dice: “Han destruido el hogar de la rana”.

Ranas y sapos, salamandras y tritones, y las cecilias, parecidas a gusanos (y poco conocidas), son los animales que conforman la clase Amphibia. Son seres de sangre fría, criaturas de cuentos de hadas, de plagas bíblicas, proverbios y brujería. La Europa medieval consideraba que las ranas eran el diablo. Para los antiguos egipcios simbolizaban la vida y la fertilidad, y para los niños a lo largo de los años han sido una resbalosa introducción al mundo natural. Para los científicos representan un orden que ha soportado más de 300 millones de años para evolucionar en más de 6 000 especies singulares, hermosas, diversas, y también en peligro de extinción.

Casi la mitad de todas las especies de anfibios está en peligro. Cientos se deslizan hacia la extinción y docenas ya no existen. Las pérdidas han sido rápidas y están muy dispersas. Pero hay algo de esperanza. Los esfuerzos de rescate que se realizan protegerán a algunos de los animales hasta que pase la tormenta de la extinción. Y, al menos en el laboratorio, los científicos han tratado a las ranas contra una enfermedad provocada por hongos que está terminando con las poblaciones alrededor del mundo.

En Quito, Coloma y su colega, Santiago Ron, han construido instalaciones para la crianza en cautiverio de anfibios en el Museo Zoológico de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Admiten que su esfuerzo es apenas una gota de agua en el estanque, pero ofrecen un puerto seguro para unos cuantos con la esperanza de detener las pérdidas nacionales. Sólo hay 16 especies en las instalaciones, aunque Ecuador es hogar de más de 470. Y esto es lo que hay en los libros. A pesar de la gran deforestación en el país, cada año se descubren especies nuevas. El laboratorio de Coloma tiene unas 60 recientemente descubiertas y que aún aguardan un nombre científico.

Coloma y Ron, que también han iniciado la compra de terrenos para la protección del hábitat, esperan dar espacio en las instalaciones a más de 100 especies. Pero la base de animales silvestres está decreciendo rápidamente. “Nos estamos convirtiendo en paleontólogos, describiendo cosas que ya están extintas”, dice Ron. En el laboratorio de Quito la evidencia es mucha. Coloma sostiene un frasco que saca de su gabinete lleno. Hay dos especímenes que flotan en alcohol. “Esta especie –dice con el rostro distorsionado por el vidrio– se extinguió en mis manos”.


No es de sorprenderse que algunos vean nuestro paso por la Tierra como una extinción masiva.

Las pérdidas de biodiversidad han alcanzado niveles que no se veían desde finales del Cretácico, hace 65 millones de años. Pero los anfibios habían logrado mantenerse a lo largo de episodios de extinción del pasado. Sobrevivieron incluso cuando 95 % de los demás animales murió y, más adelante, cuando desaparecieron los dinosaurios. ¿Si no desaparecieron entonces, por qué ahora?

“Es una muerte por mil heridas”, dice el biólogo David Wake. La destrucción del hábitat, la introducción de especies exóticas, la explotación comercial y la contaminación del agua están trabajando en conjunto para diezmar a los anfibios del planeta. El papel del cambio climático aún está debatiéndose, pero en algunas partes de los Andes se ha registrado un incremento drástico en las temperaturas a lo largo de los últimos 25 años, junto con periodos inusuales de sequía.

Pero una forma de infección por hongos, la quitridiomicosis (quitridio, para acortar), con frecuencia da el tiro de gracia. Lo hizo para esta pareja en el arroyo Limón. Ambos animales dieron resultados positivos para el hongo y el macho murió poco después que la hembra.

La quitridio ya estaba acabando con los anfibios en Costa Rica en los ochenta, aunque nadie lo sabía entonces. Cuando las ranas empezaron a morir en grandes cantidades en Australia y América Central durante los noventa, los científicos descubrieron que el hongo era el culpable. Ataca la queratina, una proteína estructural clave en la piel y boca de los animales, lo cual tal vez obstaculiza el intercambio de oxígeno y el control de agua y sales en el cuerpo. Las ranas africanas de uñas, que se exportaban mucho para pruebas de embarazo desde los treinta, pueden haber sido las primeras portadoras del hongo. “Es impresionante que no hayamos visto más derrumbes de poblaciones, dada la manera en que movemos cosas por todo el mundo, acompañadas de sus patógenos”, observa Ross Alford, de la Universidad James Cook de Queensland.

El hongo quitridio ahora se ha observado en todos los continentes donde viven las ranas, en 43 países y 36 estados de EUA. Sobrevive en alturas que van desde el nivel del mar hasta 6 000 metros y mata animales que son acuáticos, terrestres y los que gustan de ambos entornos. Localmente se puede diseminar por cualquier medio: desde las patas de una rana a las plumas de un ave, a las botas de un excursionista, y ha afectado al menos a 200 especies. Han desaparecido de los bosques el sapo dorado de Costa Rica, la rana dorada de Panamá, el sapo de Wyoming y la rana de Australia, por mencionar algunas.

Ha sido una época de medidas desesperadas. Por ejemplo, después de que la investigadora Karen Lips y sus colegas reportaran las pérdidas relacionadas con el hongo en Costa Rica y Panamá, a fines de los noventa, empezaron a hacer un mapa del camino del quitridio y a predecir sus víctimas. Para 2000, los equipos estaban atrapando animales de las especies más vulnerables para guardarlos –en zoológicos, hoteles, en cualquier lugar donde se pudieran almacenar pilas de acuarios–. Las ranas enfermas eran tratadas y puestas en cuarentena. Muchas se exportaron (después de muchas batallas políticas) a zoológicos de EUA, mientras se construía una instalación en Panamá para albergar casi 1000 animales. Así empezó el Arca de los Anfibios, una misión internacional con el propósito de mantener al menos 500 especies en cautiverio para reintroducirlas cuando –o si– la crisis se resolviera.

Los trópicos, donde las condiciones promueven una gran biodiversidad de anfibios, han visto las pérdidas más dramáticas. Pero los climas más templados no se han salvado. En las partes altas de la Sierra Nevada de California, en Sixty Lake Basin, a 3 400 metros de altura, hay un paraíso de columnas de granito que se hizo famoso gracias a la cámara de Ansel Adams, donde los lagos alpinos alguna vez tuvieron una sana población de ranas. La especie más común es la rana de montaña de patas amarillas. Pero recientemente esta rana se ha vuelto difícil de localizar.

Un hombre delgado con barba crecida y trato gentil se agacha al lado del estanque número 100, bordeado por estoicas paredes de roca con florecillas rosadas y pastos enredados. Vance Vredenburg es biólogo de la Universidad Estatal de San Francisco y ha estado estudiando esta rana por 13 años, viviendo en una casa de campaña al lado de la montaña por semanas mientras lleva el registro de 80 lagos diferentes. Hoy, con tela de mosquitero alrededor del cuello, contempla 10 ranas muertas, las patas tiesas y sus panzas poniéndose suaves bajo el sol.

“Hace no mucho se podía caminar junto a este estanque –recuerda–, y una rana saltaba cada dos pasos. Se veían cientos de ellas vivas y sanas, asoleándose en grupo”. Pero en 2005, cuando el biólogo regresó a su campamento anticipando otra temporada de estudios, “había ranas muertas por todas partes. Ranas con las que llevaba años trabajando, que había marcado y seguido durante toda su vida, todas muertas. Me senté en el suelo y lloré”.

La población de estudio más numerosa que le queda a Vredenburg, en el estanque 8, tiene como 35 adultos. La mayoría de los demás animales que ha conocido en este lugar ya ha desaparecido. Lo que pasó aquí es un ejemplo perfecto de ese conjunto de golpes, un caso de estudio de cómo una especie exitosa puede derrumbarse.


Todo empezó con la trucha

Hasta finales del siglo XIX, la Sierra Nevada estaba prácticamente libre de peces por arriba de las cascadas. Pero la política estatal de poblar las aguas con el tiempo subió por la sierra para transformar esos lagos “estériles” en un paraíso para los pescadores. El Departamento de Pesca y Caza de California empezó a enviar truchas más allá de los riscos, primero en barriles sobre mulas y después, en los cincuenta, en aviones. Estos aviones volaban sobre el agua y dejaban caer su carga. Muchos peces caían en tierra y morían. Finalmente, más de 17 000 lagos fueron poblados.

Resulta que las truchas se alimentan de renacuajos y ranas jóvenes. Conforme aumentaba la población de peces, las ranas desaparecían. El trabajo de Vredenburg en Sixty Lake Basin se convirtió en un esfuerzo por restaurar los lagos a su estado libre de peces de antes de 1900 para poder recuperar la población de ranas. Lanzó grandes redes de orilla a orilla, pescaba y se deshacía de las truchas (frecuentemente lo hacía sobre una parrilla, con algo de sal y pimienta). Tiempo después, el Servicio de Parques Nacionales se hizo cargo del proyecto y ahora 14 lagos están libres de peces, o casi. Conforme progresaba la pesca, Vredenburg dice, “las ranas empezaron a recolonizar; los lagos regresaban a la vida”.

Pero entonces vino otro golpe. El quitridio, que ya había invadido el Parque Nacional de Yosemite, llegó a Sixty Lake Basin y pasó de lago a lago, por unos 100, en una línea predecible y letal. Tras remover los peces y restaurar el hábitat, “perder a las ranas por esta enfermedad me parte el corazón”, dice.

Extrañamente, el hongo infecta pero no mata a los renacuajos, por lo cual hay varios de ellos que siguen moviéndose en estanques sin vida. Las ranas de montaña de patas amarillas tardan unos seis años en madurar. “Esos renacuajos son de hace años, no ha habido reproducción en este estanque desde que llegó el quitridio –explica Vredenburg–. Tan pronto como se transformen en ranas, morirán”.

Pero Vredenburg permanece optimista a pesar de todo. El estanque 8 es su estanque de la victoria. Cuando vio que las ranas empezaban a morir quitó a algunos de los adultos y los trató con un medicamento antifúngico y los puso de regreso. La población, aunque diminuta, ahora lleva tres años en condición estable. Vredenburg planea aplicar su laborioso método de captura-tratamiento-liberación en animales de otros estanques en Sixty Lake Basin (anunciado hasta hace poco, un proyecto similar de un equipo británico pretende mitigar la enfermedad en el sapillo balear de España). Si se pueden eliminar suficientes esporas de los cuerpos de las ranas, dice, la enfermedad podría perder su ventaja.

Otros sitios también presentan buenas noticias. Algunos anfibios no se ven afectados por el hongo y pueden ser portadores sin enfermarse. Algunas ranas arbóreas de Costa Rica tienen pigmentos en la piel que les permiten estar en el sol sin secarse, matando el hongo con el calor.

Reid Harris, de la Universidad James Madison, y sus colegas realizaron un descubrimiento alentador. Encontraron una defensa innata en las salamandras y algunas ranas: bacterias simbióticas de la piel de los anfibios que inhiben la infección del quitridio (algunas proteínas naturales de la piel muestran propiedades similares antifúngicas). “Si podemos aumentar las bacterias buenas para reducir la transmisión, podría haber tiempo para que los animales mejoren su propia inmunidad –dice Harris–. Y no estaríamos poniendo nada adicional en el ambiente. Tal vez esto podría detener la epidemia de quitridio”.

Los nuevos proyectos del Arca de los Anfibios pueden ayudar a los investigadores a poner estas medidas a prueba. En Panamá, el quitridio recientemente ha cruzado el canal y ha empezado una marcha hacia el este en la provincia de Darién, que todavía no se ve infectada, donde se conocen al menos 121 especies de anfibios. Una de las instalaciones de rescate ya está funcionando allá. Una sociedad entre EUA y Panamá está planeando otra, en parte para la investigación sobre cómo promover los microbios de la piel sana en poblaciones silvestres para detener el hongo. Si la estrategia funciona, la rana dorada, por ejemplo, podría regresar en cifras sanas a los bosques de Panamá. Mientras tanto, en Ecuador, donde hay gran variedad de ranas, Coloma y Ron han hecho una petición al gobierno para que haga una auditoría ambiental al proyecto de la carretera de Limón. La construcción se ha detenido por el momento, y algo de restauración del hábitat se puede lograr. Aunque tal vez sea demasiado tarde para salvar a los animales ahogados del arroyo, la atención de los medios en ese lugar podría ayudar a los futuros esfuerzos de preservación de la tierra.

¿Por qué preocuparnos por las ranas? “Les puedo dar mil razones”, dice Coloma. Su piel actúa como barrera protectora pero también como pulmón y como riñón, por lo cual son de los primeros animales en detectar contaminantes. Los insectos que son sus presas con frecuencia son portadores de patógenos humanos, así que las ranas son un aliado contra la enfermedad. Sirven de alimento a las serpientes, aves e incluso humanos, por lo que tienen un papel clave en los ecosistemas de agua dulce y terrestres. “Hay lugares donde la biomasa de anfibios alguna vez fue mayor que la de todos los vertebrados combinados –dice David Wake–. ¿Cómo se puede eliminar esto de un ecosistema sin tener un impacto profundo? Habrá consecuencias ecológicas que ni siquiera hemos empezado a comprender”.

“Esta historia abarca mucho más que las ranas –dice Vredenburg–. Se trata de las enfermedades emergentes y de la predicción, tratamiento y lucha contra elementos que no comprendemos del todo. Se trata de todos nosotros. Todos deberíamos preocuparnos”.

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EL ENSAYO Y SUS CARACTERÍSTICAS

¿QUÉ ES EL ENSAYO?

En Lisguistica: Es un escrito en el cual un autor desarrolla sus ideas.

En la Literatura: Es una composición escrita en prosa, generalmente breve y en el cual se expone la interpretación personal sobre un tema.


CLASES DE ENSAYO

FILOSÓFICO o REFLEXIVO: Desarrolla temas éticos y morales.

CRÍTICO:Enjuicia hechos e ideas; históricos,literarios, artísticos y sociológicos. Su modalidad más conocida es el ensayo de crítica literaria.

DESCRIPTIVO: Se utiliza para concretar temas científicos y sobre los fenómenos de la naturaleza.

POÉTICO: Desarrolla temas de fantasía, imaginación, etc.

PERSONAL o FAMILIAR: Es el escrito que nos revela el carácter y la personalidad del autor.


CARACTERÍSTICAS FUNDAMENTALES

* Uno de los géneros más modernos y más utilizados actualmente.

* Puede contener: Reflexiones,comentarios,experiencias personales u opiniones críticas.

* El contenido es muy variado.

* Puede tratar sobre temas de literatura, filosofía, arte, ciencias y política, entre otros.

* El autor puede exponer sus ideas religiosas, filosóficas, morales, estéticas, o literarias.

* En la mayoría de los casos tiene lista de referencias utilizadas.


ESTRUCTURA Y ORGANIZACIÓN DEL ENSAYO

* Debe estar organizado en párrafos.

* Generalmente no se necesita incluir subtítulos.

* Se desarrollan las ideas, los temas, o se contestan las preguntas asignadas por el(la) Profesor(a) en forma seguida.


PARTES DEL ENSAYO

INTRODUCCIÓN: Explica el (los) tema(s), indica al lector el asunto a tratar. Puede explicar como se llevará a cabo la investigación y bajo qué parámetros.

Esta parte constituye la presentación del tema sobre el que el autor va a desarrollar su propio punto de vista, así como de las razones por las cuales considera importante aproximarse a dicho tema. Además, esta parte puede presentar el problema que plantea al tema al cual vamos a abocar nuestros conocimientos, reflexiones, lecturas y experiencias.

Si este se plantea, entonces el objetivo del ensayo será presentar nuestro punto de vista sobre dicho problema (su posible explicación y sus posibles soluciones).

La mayoría de las veces, sin embargo, el ensayo plantea un tema bastante genérico como para adentrarse en él con toda la libertad del que divaga con sus opiniones y creencias, pero paseando a través de un territorio desconocido.

DESARROLLO: Incluye las ideas del autor, temas, o contestación a preguntas(o guías) suministradas por el(la) Profesor(a), se escribirá en un párrafo aparte.

Al comenzar un párrafo nuevo se debe empezar con oraciones de transición, para dar coherencia y entrelazar las ideas.

Se sostiene la tesis, ya probada en el contenido, y se profundiza más sobre la misma, ya sea ofreciendo contestaciones sobre algo o dejando preguntas finales que motiven al lector a reflexionar.

Esta utiliza principalmente recursos como lo son la descripción, la narración y citas que deben ser incluidas entre comillas para poder tener con qué defender nuestra tesis.

CONCLUSIÓN: expresa la aportación final de escritor. Es el cierre del ensayo.

Esta última parte mantiene cierto paralelismo con la introducción por la referencia directa a la tesis del ensayista, con la diferencia de que en la conclusión la tesis debe ser profundizada, a la luz de los planteamientos expuestos en el desarrollo.

Se puede "inferir" en esta, que es la manera de comprobar lo que se dijo anteriormente, explicando el por qué sustenta un tema o una opinión y las motivaciones que lo llevan a desarrollarlo o bien que lo terminen de una mejor forma.


Definición y Origen del Ensayo

El ensayo consiste en la interpretación de un tema (humanístico, filosófico, político, social, cultural, deportivo, etc) sin que sea necesario usar un aparato documental, de manera libre y asistemática y con voluntad de estilo.
Se trata de un «mega acto de habla perlocutivo».

El ensayo es un género relativamente moderno, pero sus orígenes pueden rastrearse desde épocas remotas.

Sólo en la edad contemporánea ha llegado a alcanzar una posición central. En la actualidad está definido como género literario, debido al lenguaje muchas veces poético y cuidado que usan los autores, pero en realidad, el ensayo no siempre podrá clasificarse como tal.

En ocasiones se reduce a una serie de divagaciones, la mayoría de las veces de aspecto crítico, en las cuales el autor expresa sus reflexiones acerca de un tema determinado o, incluso, sin tema alguno.

Ortega y Gasset lo definió como «la ciencia sin la prueba explícita».

Alfonso Reyes, por otra parte, afirmó que «el ensayo es la literatura en su función ancilar» (es decir, como esclava o subalterna de algo superior), y también lo definió como «el Centauro de los géneros».

El crítico Eduardo Gómez de Baquero (más conocido como Andrenio) afirmó en 1917 que «el ensayo está en la frontera de dos reinos: el de la didáctica y el de la poesía y hace excursiones del uno al otro».

Eugenio D'Ors lo definió como la «poetización del saber». Su origen se encuentra en el género epidíctico de la antigua oratoria grecorromana, y ya Menandro el Rétor, aludiendo al mismo bajo el nombre de «charla», expuso algunas de sus características en sus Discursos sobre el género epidíctico:

* Tema libre (elogio, vituperio, exhortación).
* Estilo sencillo, natural, amistoso.
* Subjetividad (la charla es personal y expresa estados de ánimo).
* Se mezclan elementos (citas, proverbios, anécdotas, recuerdos personales).
* Sin orden preestablecido (se divaga), es asistemático.
* Brevedad.
* Va dirigido a un público amplio.

El ensayo, a diferencia del texto informativo, no posee una estructura definida ni sistematizada o compartimentada en apartados o lecciones, por lo que ya desde el Renacimiento se consideró un género más abierto que el medieval tractatus o que la suma y se considera distinto a él también por su voluntad artística de estilo y su subjetividad, ya que no pretende informar, sino persuadir o convencer.

Utiliza la modalidad discursiva expositivo-argumentativa y un tipo de «razonamientos blandos» que han sido estudiados por Chaïm Perelman y Lucie Ollbrechts-Tyteca en su Tratado de la argumentación.

A esto convendría añadir que en el ensayo existe además, como bien ha apreciado el crítico Juan Marichal, una «voluntad de estilo», una impresión subjetiva que es también de orden formal. Otros géneros didácticos emparentados con el ensayo son:

* el discurso (en el sentido de «discurrir» sobre un tema concreto)
* la disertación
* el artículo de prensa,
* los géneros renacentistas y humanísticos del
* diálogo, en sus variantes
* platónica
* ciceroniana
* lucianesca,
* la epístola y
* la miscelánea.


Historia del Ensayo

Las Cartas a Lucilio (de Séneca) y los Moralia (de Plutarco) vienen a ser ya prácticamente una colección de ensayos, pero el desarrollo moderno y más importante del género ensayístico vino sobre todo a partir de los Essais (1580) del escritor renacentista francés Michel de Montaigne, aunque sus últimos precedentes hay que buscarlos en el género epidíctico de la oratoria clásica.

En España el género aparece, con el antecedente en el siglo XVI de Fray Antonio de Guevara y en el XVII de Francisco Cascales Cartas filológicas y Juan de Zabaleta Errores celebrados, a principios del siglo XVIII con el Teatro crítico universal y las Cartas eruditas y curiosas del padre Benito Jerónimo Feijoo, pero solamente tomará la denominación propia de ensayo a mediados del siglo XIX y sólo empezarán a escribir ensayos propiamente dichos la Generación del 98 y sus sucesores.


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