Recuerden el épico enfrentamiento entre Persia y Atenas, dos fuertes naciones que lucharon durante años por mantener su existencia. Miles de esclavos formaban el poderoso ejército persa cuando el Emperador Jerjes mandó sus tropas hacia la capital griega, los atenienses no estaban preparados para presentar batalla ante tal numeroso ejército, necesitaban tiempo para formar sus flotas y no disponían de sólidos generales que pudieran reunir los suficientes soldados para defender la pequeña Grecia. Pero un sólo grupo de espartanos, una tropa de 300 guerreros libres, bajo el mando del memorable Rey Leónidas, dieron su vida enfrentándose contra el temible batallón. Durante la tormentosa contienda, los griegos evacuaron la ciudad embarcados hacia la ínsula de Salamina. Los persas dieron muerte a los espartanos y se dirigieron tras la armada griega hasta la isla, donde allí se desató la más grande batalla naval conocida en la historia, quedando Grecia como suma victoriosa. Sin la resistencia de Leónidas en las Termópias, los griegos nunca hubieran podido unificar su ejército y Grecia habría sido brutalmente conquistada.
Persia hubiera crecido hacia al norte conquistando gran parte del continente europeo, pues Roma aún era una minúscula y anónima población, pudiendo ser destruida fácilmente sin haber forjado su grandioso imperio, provocando que el Cristianismo apenas se extendiera. La cultura europea sería muy diferente a la que conocemos, debido a que las ideas de libertad y sabiduría que surgieron en Grecia, hubieran sido ahogadas en un baño de sangre.
Todo comenzó en Asia Menor en torno al 490 a.C. Dos grandes civilizaciones opuestas, persas y griegos. Los soldados persas era la fuerza bruta, el poder militar, una civilización ideada para conquistar todo aquellos sobre lo que ponía la vista, gloria y riqueza. Los griegos eran el idealismo y la razón, arte y ciencia, el cálculo y la astucia. Dos culturas destinadas a no entenderse y a chocar.
En 490 a.C. 10 años antes de la batalla de las Termópilas, la maquinaria de expansión del ejército persa ya les llevo a enfrentarse con los griegos en Maratón, provincia cercana a Atenas. El planeamiento en cuanto a su espíritu de conquista era simple, podían y lo hacían, y su eficacia era abrumadora.
Bajo el reinado de Ciro conquistaron Media, Asiria, Babilonia, Elam, Siria y Lidia. En el reinado de Cambises, la aplanadora persa se dirigió más hacia el Sur y allanó Palestina hasta llegar a Egipto, en dónde el Rey se hizo coronar faraón. Alrededor del 550 a. C. ya todas las ciudades griegas del Asia Menor se encontraban dentro de la esfera de influencia de Persia. Era cuestión de tiempo que los ojos del hambriento titán se girasen hacia el sur, su alargada sombra se proyectaría sobre Asia menor, sobre la aclamada Atenas.
Las ciudades jónicas bajo el dominio persa se rebelaron animadas por el apoyo brindado por Atenas y Eretria. Su Emperador Dario I el conquistador, intervino y aplastó las rebeliones, juro castigar a los culpables. Cuando en el verano del 490 a.C. la flota persa se hecho a la mar para rendir cuentas con las polis helenas, Grecia se hecho a temblar.
Datis, el Comandante de los persas, no era sanguinario, pero era efectivo. La ciudades de Delos y Eretria cayeron. Cleomenes de Esparta se ofreció a ayudar pero necesitaba tiempo para juntar al ejército espartano. Los persas zarparon de Eretria y desembarcaron en Maratón, la cosa se hacía en cuestión de horas, no había tiempo para esperar a los espartanos. Miltíades, angustiado, salió de Atenas con 10.000 hombres y le hizo frente a Datis en Maratón.
Los griegos contemplaron estupefactos 600.000 soldados donde posiblemente no hubo más de 30.000. Las posibilidades griegas eran muy pocas frente al ejército Persa y sus afamados arcos, de los que se decían que eran capaz de cubrir el sol y convertir el día en noche. Lo persas tiraron su famosa nube de flechas pero Miltíades lanzó sus hoplitas a la carrera y todos pasaron por debajo de los proyectiles. Astucia griega, suerte griega. Los atenienses ganaron la batalla y los persas huyeron para volver a sus barcos y partir.
En los años que sucedieron a la batalla de maratón, Grecia pudo complacerse en la proeza de haber mordido al titán donde más le dolía, su orgullo militar. Pero el gigante no estaba muerto. Fueron los años de calma que preceden a la tempestad. Una calma que no había de durar mucho tiempo. 10 años después aparecieron emisarios y embajadores persas por toda Grecia con la misión de convencer a las ciudades griegas de la conveniencia de rendirse. La ofensiva diplomática resultó más bien triste para los griegos: Tesalia, Epiro, Etolia, Fitiotis, Locris, Eubea del Norte, Tecas, las Cícladas orientales, Aquea y Argos se sometieron al imperio persa. Focea, Eubea del Sur, Tespia, Platea, Atenas, las Cícladas occidentales, Megara, Egina, Argólida y Elis rechazaron la oferta. Esparta tiró los emisarios a un pozo.
A fines de Mayo del 480 a. C. Jerjes, sucesor del Emperador Darío I, puso en marcha su imparable ejército con la firme intención de someter a Grecia, la cosa era sencilla, gran parte de las polis griegas se había rendido sin combatir, y los pocos que habían cometido la locura de desafiar el poder persa se enfrentarían a más de 1.200 naves con un ejército de 200.000 soldados. Es difícil ponerse en el lugar de Jerjes y no sonreír. La diosa fortuna se alía con los que más la merecen, no volvería a ocurrir lo de maratón, Grecia era suya.
El ejército persa había trazado un plan de ataque en el que conjuntamente armada e infantería atacaría Grecia hasta rendir Atenas. La armada atacaría por Eubea cruzando Artemisión hasta llegara a Atenas, y la infantería atacaría Grecia por el sur cruzando las Termópilas, Beocia, Platea hasta llegar a Atenas para aplastarla por tierra y mar. La conquista era evidente.
En Julio Jerjes estaba en Tesalia, demonstrando la eficiencia de su ejército. La aplanadora avanzó hacia el Sur, hacia Atenas, mientras la flota la acompañaba siguiendo la costa. De pronto, estalló una feroz tormenta que hundió a 400 barcos de la flota, pero no evitó que Jerjes perdiera su sonrisa, le quedaban fuerzas bélicas suficientes para sucumbir a toda Grecia. Después de la inmensa tormenta, la flota del emperador siguió navegando, pero al llegar a Artemisión, se topó con la armada griega. Al verla, su rostro se tornó primero de sorpresa, luego de desconfianza, no podía ser cierto.
Tenía que haber alguna trampa, en alguna parte tenían que estar las demás naves helenas. Acaso los griegos no habían oído hablar de la imponente armada persa, no podía ser cierto que se presentaran delante de las 800 naves con semejante flota. No hubo ningún engaño, 270 naves era cuanto Grecia tenia para plantar cara a la fuerte armada. Incrementando la desgracia, debido a alianzas político-militares al mando ejercía Euribíades, un espartano.
Como todo espartano lo tenía claro, era sencillo: había que parar a los persas y derrotarlos. Para eso habían dos lugares óptimos: Artemisión, que es la entrada al canal que separa la isla de Eubea del continente; y las Termópilas, que es un sitio de la ruta por tierra hacia Atenas en dónde las montañas se acercan tanto al mar que apenas queda un estrecho desfiladero muy fácil de cerrar.
Su planteamiento era simple, tanto en mar como por tierra debían cogerlos en un lugar lo suficientemente angosto como para que la ventaja numérica de los persas quedase anulada. Cuyo plan era, cerrar las Termópilas y frenar al gran ejército, destruyendo la armada en Artemisión, llevando las fuerzas liberadas luego de la batalla naval hasta las Termópilas, y tomar al ejército persa entre dos fuegos. Así de fácil, así de imposible. Euribíades era un laureado general de notable valor y méritos, pero esparta no destacaba por sus marinos.
Pretender cerrar Artemisión con 270 naves era una objetivo inalcanzable. Cuando se presentó la armada persa, hasta Euribíades tuvo que darse cuenta que no podía ni soñar con ganar una batalla naval de esa embergadura. Los barcos griegos tuvieron que limitarse a navegar de un lado para el otro en el estrecho, haciendo fintas pero sin presentar batalla.
Las esperanzas se oscurecían, si la flota helena abandonaba Artemisión el ejército persa podía avanzar libremente hacia las Termópilas y atacar a los griegos allí apostados por el flanco. Si no se abandonaba, unos pocos tendrían que contener a 200.000 soldados que si llegasen a abrirse paso quedarían a espaldas de la flota griega. Por suerte, desde la óptica persa la situación resultaba tan fácil que no podía ser más que una trampa. Jerjes se encontró en Artemisión con 270 naves griegas para detener su avance, en algún sitio debía de estar escondida el resto de la flota dispuesta a atacarle.
En las Termópilas los 200.000 persas se toparon con una empalizada que bien podía ocultar 30.000 defensores griegos, así que ambos ejércitos permanecieron expectantes observándose durante días sin atreverse a mover un solo soldado. Pero al cabo del tiempo, Jerjes se cansó de esperar.
Ordenó rodear la isla de Eubea y atacar a los griegos por la retaguardia en Artemisión. Simultáneamente lanzó a sus 200.000 soldados contra las angostas Termópilas. La sonrisa de Jerjes se volvió a dibujar sobre su broncíneo rostro, sometería a Grecia, sometería a Atenas, Asia Menor seria suya y nadie podía detenerle. Nadie a excepción de un hombre, al que llamaban Leónidas.
Todo comenzó en Asia Menor en torno al 490 a.C. Dos grandes civilizaciones opuestas, persas y griegos. Los soldados persas era la fuerza bruta, el poder militar, una civilización ideada para conquistar todo aquellos sobre lo que ponía la vista, gloria y riqueza. Los griegos eran el idealismo y la razón, arte y ciencia, el cálculo y la astucia. Dos culturas destinadas a no entenderse y a chocar.
En 490 a.C. 10 años antes de la batalla de las Termópilas, la maquinaria de expansión del ejército persa ya les llevo a enfrentarse con los griegos en Maratón, provincia cercana a Atenas. El planeamiento en cuanto a su espíritu de conquista era simple, podían y lo hacían, y su eficacia era abrumadora.
Bajo el reinado de Ciro conquistaron Media, Asiria, Babilonia, Elam, Siria y Lidia. En el reinado de Cambises, la aplanadora persa se dirigió más hacia el Sur y allanó Palestina hasta llegar a Egipto, en dónde el Rey se hizo coronar faraón. Alrededor del 550 a. C. ya todas las ciudades griegas del Asia Menor se encontraban dentro de la esfera de influencia de Persia. Era cuestión de tiempo que los ojos del hambriento titán se girasen hacia el sur, su alargada sombra se proyectaría sobre Asia menor, sobre la aclamada Atenas.
Las ciudades jónicas bajo el dominio persa se rebelaron animadas por el apoyo brindado por Atenas y Eretria. Su Emperador Dario I el conquistador, intervino y aplastó las rebeliones, juro castigar a los culpables. Cuando en el verano del 490 a.C. la flota persa se hecho a la mar para rendir cuentas con las polis helenas, Grecia se hecho a temblar.
Datis, el Comandante de los persas, no era sanguinario, pero era efectivo. La ciudades de Delos y Eretria cayeron. Cleomenes de Esparta se ofreció a ayudar pero necesitaba tiempo para juntar al ejército espartano. Los persas zarparon de Eretria y desembarcaron en Maratón, la cosa se hacía en cuestión de horas, no había tiempo para esperar a los espartanos. Miltíades, angustiado, salió de Atenas con 10.000 hombres y le hizo frente a Datis en Maratón.
Los griegos contemplaron estupefactos 600.000 soldados donde posiblemente no hubo más de 30.000. Las posibilidades griegas eran muy pocas frente al ejército Persa y sus afamados arcos, de los que se decían que eran capaz de cubrir el sol y convertir el día en noche. Lo persas tiraron su famosa nube de flechas pero Miltíades lanzó sus hoplitas a la carrera y todos pasaron por debajo de los proyectiles. Astucia griega, suerte griega. Los atenienses ganaron la batalla y los persas huyeron para volver a sus barcos y partir.
En los años que sucedieron a la batalla de maratón, Grecia pudo complacerse en la proeza de haber mordido al titán donde más le dolía, su orgullo militar. Pero el gigante no estaba muerto. Fueron los años de calma que preceden a la tempestad. Una calma que no había de durar mucho tiempo. 10 años después aparecieron emisarios y embajadores persas por toda Grecia con la misión de convencer a las ciudades griegas de la conveniencia de rendirse. La ofensiva diplomática resultó más bien triste para los griegos: Tesalia, Epiro, Etolia, Fitiotis, Locris, Eubea del Norte, Tecas, las Cícladas orientales, Aquea y Argos se sometieron al imperio persa. Focea, Eubea del Sur, Tespia, Platea, Atenas, las Cícladas occidentales, Megara, Egina, Argólida y Elis rechazaron la oferta. Esparta tiró los emisarios a un pozo.
A fines de Mayo del 480 a. C. Jerjes, sucesor del Emperador Darío I, puso en marcha su imparable ejército con la firme intención de someter a Grecia, la cosa era sencilla, gran parte de las polis griegas se había rendido sin combatir, y los pocos que habían cometido la locura de desafiar el poder persa se enfrentarían a más de 1.200 naves con un ejército de 200.000 soldados. Es difícil ponerse en el lugar de Jerjes y no sonreír. La diosa fortuna se alía con los que más la merecen, no volvería a ocurrir lo de maratón, Grecia era suya.
El ejército persa había trazado un plan de ataque en el que conjuntamente armada e infantería atacaría Grecia hasta rendir Atenas. La armada atacaría por Eubea cruzando Artemisión hasta llegara a Atenas, y la infantería atacaría Grecia por el sur cruzando las Termópilas, Beocia, Platea hasta llegar a Atenas para aplastarla por tierra y mar. La conquista era evidente.
En Julio Jerjes estaba en Tesalia, demonstrando la eficiencia de su ejército. La aplanadora avanzó hacia el Sur, hacia Atenas, mientras la flota la acompañaba siguiendo la costa. De pronto, estalló una feroz tormenta que hundió a 400 barcos de la flota, pero no evitó que Jerjes perdiera su sonrisa, le quedaban fuerzas bélicas suficientes para sucumbir a toda Grecia. Después de la inmensa tormenta, la flota del emperador siguió navegando, pero al llegar a Artemisión, se topó con la armada griega. Al verla, su rostro se tornó primero de sorpresa, luego de desconfianza, no podía ser cierto.
Tenía que haber alguna trampa, en alguna parte tenían que estar las demás naves helenas. Acaso los griegos no habían oído hablar de la imponente armada persa, no podía ser cierto que se presentaran delante de las 800 naves con semejante flota. No hubo ningún engaño, 270 naves era cuanto Grecia tenia para plantar cara a la fuerte armada. Incrementando la desgracia, debido a alianzas político-militares al mando ejercía Euribíades, un espartano.
Como todo espartano lo tenía claro, era sencillo: había que parar a los persas y derrotarlos. Para eso habían dos lugares óptimos: Artemisión, que es la entrada al canal que separa la isla de Eubea del continente; y las Termópilas, que es un sitio de la ruta por tierra hacia Atenas en dónde las montañas se acercan tanto al mar que apenas queda un estrecho desfiladero muy fácil de cerrar.
Su planteamiento era simple, tanto en mar como por tierra debían cogerlos en un lugar lo suficientemente angosto como para que la ventaja numérica de los persas quedase anulada. Cuyo plan era, cerrar las Termópilas y frenar al gran ejército, destruyendo la armada en Artemisión, llevando las fuerzas liberadas luego de la batalla naval hasta las Termópilas, y tomar al ejército persa entre dos fuegos. Así de fácil, así de imposible. Euribíades era un laureado general de notable valor y méritos, pero esparta no destacaba por sus marinos.
Pretender cerrar Artemisión con 270 naves era una objetivo inalcanzable. Cuando se presentó la armada persa, hasta Euribíades tuvo que darse cuenta que no podía ni soñar con ganar una batalla naval de esa embergadura. Los barcos griegos tuvieron que limitarse a navegar de un lado para el otro en el estrecho, haciendo fintas pero sin presentar batalla.
Las esperanzas se oscurecían, si la flota helena abandonaba Artemisión el ejército persa podía avanzar libremente hacia las Termópilas y atacar a los griegos allí apostados por el flanco. Si no se abandonaba, unos pocos tendrían que contener a 200.000 soldados que si llegasen a abrirse paso quedarían a espaldas de la flota griega. Por suerte, desde la óptica persa la situación resultaba tan fácil que no podía ser más que una trampa. Jerjes se encontró en Artemisión con 270 naves griegas para detener su avance, en algún sitio debía de estar escondida el resto de la flota dispuesta a atacarle.
En las Termópilas los 200.000 persas se toparon con una empalizada que bien podía ocultar 30.000 defensores griegos, así que ambos ejércitos permanecieron expectantes observándose durante días sin atreverse a mover un solo soldado. Pero al cabo del tiempo, Jerjes se cansó de esperar.
Ordenó rodear la isla de Eubea y atacar a los griegos por la retaguardia en Artemisión. Simultáneamente lanzó a sus 200.000 soldados contra las angostas Termópilas. La sonrisa de Jerjes se volvió a dibujar sobre su broncíneo rostro, sometería a Grecia, sometería a Atenas, Asia Menor seria suya y nadie podía detenerle. Nadie a excepción de un hombre, al que llamaban Leónidas.
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